George Steiner sobre Simone Weil: «Un mal viernes» (1992)

22 de septiembre de 2017





Nuestro desconcertado siglo sería mucho más pobre sin el testimonio de Simone de Beauvoir, sin la capacidad de esa prodigiosa mujer para convertir su ardiente vida en una crítica del género, de la sociedad, de la literatura y la política. Y Hannah Arendt sigue siendo una figura capital en la teoría política y social y una de las voces persuasivas que vienen de la oscuridad totalitaria. Pero ninguna de ellas fue un filósofo en sentido estricto. Aquí se requiere una extrema precisión. El pensamiento filosófico es el que se tiene que ver con las preguntas y no con las respuestas; cuando surgen respuestas, resultan ser nuevas preguntas. El honor del oficio es el del desinterés, de la abstención del terreno práctico. La actitud filosófica —notablemente en su esfera metafísica y cuando afecta (como sea, ya en aquiescencia o en rechazo) a lo teológico— es, en el sentido riguroso de la expresión, no mundana. De manera típica, en la sensibilidad filosófica se presenta una cierta indiferencia al cuerpo humano, e incluso un desagrado hacia él. Desde estos severos puntos de vista, en la tradición occidental sólo ha habido una mujer filósofo de categoría: Simone Weil.
El precio que Simone Weil pagó por destacar estuvo cerca de ser totalmente insoportable. Consumió su salud hasta una muerte prematura deseada. Habitó en su cuerpo como si fuera un tugurio condenado. Mostró aborrecimiento por su rudimentaria feminidad y señaló sin ambages que las conquistas filosóficas y matemáticas de validez duradera eran prerrogativa de los hombres, que algún trastorno o debilidad en la textura misma de la condición femenina iba en contra de la vida sometida a examen tal como la exigen Sócrates, Descartes o Kant. (El hermano de Simone Weil, André, se halla entre los maestros de la geometría algebraica del siglo XX). En todos los aspectos posibles y más allá, Simone Weil escogió el pensamiento en oposición a la vida, la lógica en oposición a lo pragmático, el láser del análisis y la deducción obligada en oposición a la intermitente media luz, al compromiso y a la mezcolanza que nos permiten a los demás continuar con nuestra existencia. Como Pascal, como Kierkegaard y como Nietzsche, pero sin las vanidades de la elocuencia que van asociadas incluso a estos puristas, Weil experimentó su corta vida (1909-1943) como un juicio cuyo significado —cuya única dignidad— estaba en la derrota.
Los hechos son ya familiares gracias a biografías como la que debemos a su amiga Simone Pétrement (1973) y al estudio minuciosamente documentado que publicó en 1981 Gabriella Fiori. En la actualidad se está llevando a cabo la edición académica de los escritos completos de Simone Weil, y casi todas las facetas de sus actividades —religiosas, filosóficas, literarias, políticas, sociales— han sido o están siendo inspeccionadas. De una manera que ella habría despreciado (aunque ambiguamente), los obesos glotones del comentario y la adulación están dándose un banquete con la más escuálida y autodestructiva de las vidas.
Sabemos de su infancia en el privilegiado medio del judaísmo francés emancipado, de las intimidades cómplices y las rivalidades que la unieron a su hermano. Se han hecho detalladas indagaciones del impacto que tuvo en su formación el profesor más carismático e influyente del lycée francés, el legendario «maestro del pensamiento». Émile Chartier, que escribió utilizando el nombre de Alain. La propia Simone Weil se sumergió con igual obsesión febril en diversos movimientos obreros marxistas, anarcomarxistas y trotskistas y en la filosofía griega y cartesiana. Dio clase en diversas escuelas secundarias de provincias mientras sus jaquecas crónicas se lo permitieron. Visitó Alemania para juzgar de primera mano la revolución social de Hitler. Su participación en la Guerra Civil española concluyó con una farsa macabra. (Metió accidentalmente la pierna en una olla de aceite hirviendo y hubo de ser evacuada entre espantosos sufrimientos). Durante el régimen de Vichy, Weil trabajó en las viñas, escribió, tuvo escarceos con la propaganda clandestina en Marsella y sus alrededores. Tras acompañar a sus padres para dejarlos a salvo en Nueva York (sólo Harlem halló gracia a sus ojos), movió todos los hilos disponibles para que se le permitiera unirse a la Francia Libre en Londres. Allí acosó con planes heroicos a De Gaulle y su Estado Mayor. Pidió ser lanzada en paracaídas sobre la Francia ocupada. Instó a la realización de la empresa con arreglo a la cual un grupo de mujeres severamente angelicales entraría en los frentes de batalla para atender a los heridos y moribundos. De Gaulle, que, con total frialdad, pensaba que Weil estaba mentalmente perturbada, le asignó como tarea, supuestamente inofensiva, la planificación social y política de la Francia de posguerra. El voluminoso modelo resultante ha quedado como un clásico de la inviabilidad más completa. Voluntariamente extenuada en mente y cuerpo, enferma del alma por un frustrado ardor, Simone Weil se extinguió literalmente en un manicomio de las afueras de Londres. Su tumba, aunque no se encuentra en terreno consagrado, se ha convertido en un lugar de peregrinación.
En Simone Weil: Portrait of a self-exiled Jew (North Carolina), Thomas Nevin ofrece solamente un sumario esbozo de esta via dolorosa. Tampoco pretende hacer una biografía intelectual de Simone Weil de ninguna forma directa. Su denso estudio se propone explorar y, en la medida de lo posible, corroborar las obsesiones y la obra de Weil utilizando el fulcro del autoaborrecimiento judío, el inquietante talento para la autoexpulsión que han mostrado representativos hombres y mujeres judíos. La mancha ácida de antisemitismo, intelectual y políticamente orientado, que se percibe en la conciencia de Simone Weil, en sus escritos y en sus reflejos sociales, ha sido observada hace tiempo. Se ha relacionado de manera convincente con el tema general del castigo de sí misma, incluso del masoquismo, que tiñe sus trabajos y sus días. Pero el examen del profesor Nevin es el más exhaustivo y persuasivo que tenemos hasta ahora de este contexto a la vez repelente e ineludible. No sólo hay saber y el aplomo de la duda en sus libros; hay valentía y una saludable tristeza.
Las ideas políticas de Simone Weil eran en extremo peculiares. Trataba de conjugar con un ideal, en parte platónico, del Estado orgánico un sentimiento, enfurecedor y enfurecido, de la humillación y el sufrimiento infligidos al trabajo industrial. Por un extraño giro de la lógica, esta joven judía de la izquierda paramarxista francesa vino a hacer una serie de comentarios aprobatorios sobre Hitler. Alabó su grandeur romana, su captación espiritual y administrativa de las esperanzas y necesidades colectivas: «Manda un país tensado hasta el máximo, tiene una voluntad devoradora, infatigable e inmisericorde (…) una imaginación que fabrica la historia en grandiosas proporciones conforme a una estética wagneriana, y mucho más allá del presente; y es un jugador nato». (Dostoievski podría haber escrito esto, o, en ciertos momentos, Trotski). Para Weil, cualquier cosa es preferible a las untuosas hipocresías, las corrupciones y el fácil materialismo de la democracia capitalista burguesa. Las cosas feroces que dice sobre este tema tienen su origen en el ardiente radicalismo de Amós y de la condena de las riquezas expresada por Jesús. Proceden de Esparta y de Lenin. Pero en el núcleo de sus paradojas y de su desolación pasa por una prueba personal que da testimonio de rara integridad. En tres ocasiones, entre diciembre de 1934 y finales de agosto de 1935, esta frágil intelectual trabajó en la industria pesada, soportando presiones y humillaciones que casi la volvieron loca. Cuando evocaba a Robespierre, cuando fantaseaba sobre una revolución centralizada y una espiritualización del trabajo, Weil hablaba de primera mano. El chic radical era anatema para ella.
Como otros absolutistas del pensamiento, Simone Weil se sentía atraída por la violencia. Aunque obcecada —carece por completo del brillo festivo del heroísmo arcaico—, su texto sobre la Ilíada sí pone bien de relieve las brutalidades, la sed de sangre que hay en esta epopeya. Sus planes de intervención femenina, de alistamiento sacrificial en el momento de mayor peligro de la guerra revelan esa misma ambigüedad. En referencia a su compromiso español, escribió: «Criterio: el horror y el gusto de matar. Evitar ambos: ¿cómo? En España, esto me pareció un esfuerzo descorazonador, que es imposible seguir haciendo mucho tiempo. Así pues, hacerse a uno mismo tal que sea capaz de seguir haciéndolo». La posibilidad de la tortura ocupó su mente de una forma siniestra. Intentó prepararse para ella. En algunos momentos se veía poseída por los celos del sufrimiento. Su «sensibilidad telescópica» (acertada expresión de Nevin) aislaba y amplificaba el dolor y el terror tanto en ella como en los demás. Como Pascal, como ciertos grandes pintores y narradores del sufrimiento extremo (tanto padecido como infligido), imaginaba materialmente, reflexionaba y analizaba con las puntas de los nervios.
Las concepciones políticas de sus últimos ensayos y de su plan para la Francia renacida son un revoltijo de temer, pero emocionante (y «de temer» es en realidad la clave). La sombra de Hegel, que el profesor Nevin suele pasar por alto, es omnipresente. Ella creía que la Necesidad, que es otro nombre de la condición humana —de los martinetes de la cadena de montaje de la historia— somete al hombre a su despótico propósito. Para resistir, para tener algún acceso a aquello que es divino en los procesos predestinados, los hombres y las mujeres tienen que tener la oportunidad de disciplinar sus percepciones, de contemplar con total concentración estoica los hechos y obligaciones de su clase. El desideratum político-social debe garantizar un espacio para esos actos e, idealmente, para esas continuidades de la concentración. (Más de una vez, Weil coqueteó, anhelante, con fantasías de encarcelamiento). Como es sabido, dio a esta postura de atención contemplativa el nombre de l’enracinement («enraizamiento»). No escapó a su observación, como no debe escapar a la nuestra, que estos criterios de meditación enraizada —que fascinaron a T. S. Eliot cuando leyó a Weil— son con harta facilidad conciliables con ciertos modos de autoridad política colectiva totalitaria, ya sea de derechas o de izquierdas. En sus momentos más lúcidos, Weil nos parece un híbrido extravagante, una platónica anarquista que abdicaría en los poderes del Estado todo lo que fuera necesario para dar privacidad al alma.
El mismo constructo híbrido condiciona los ensayos y fragmentos filosóficos de Simone Weil. Lo que se esfuerza obsesivamente por lograr es una amalgama de antigua Grecia y cristología: las lecciones de Sócrates y las de Jesús. No hay nada nuevo en semejante proyecto. Desde el evangelio de Juan en adelante, esa armonía, conocida como neoplatonismo, ha sido defendida y buscada en la teología y en la metafísica idealista occidentales. Aún sueñan con ella el Renacimiento y los filósofos alemanes después de Kant. Forma parte, tal vez subconscientemente, de la búsqueda y el asombro de todos los que recogen una concha a la orilla del infinito océano (imagen de Coleridge) y oyen en su murmullo algo más que el eco material de su propia sangre. Lo que era perversamente individual era la manera de proceder de Weil. Inventarió fragmentos filosóficos presocráticos, diálogos platónicos y textos de los poetas líricos y dramaturgos griegos con el fin de encontrar pasajes en los que estuvieran prefigurados la venida, el ministerio y la Pasión de Cristo. La prefiguración de los evangelios en el Antiguo Testamento (por ejemplo, en los Profetas, en los Salmos del siervo sufriente, incluso en el Cantar de los Cantares) ha sido por supuesto afirmada por el cristianismo desde los tiempos de los Padres de la Iglesia. Pero no es a las escrituras hebreas a las que alude Simone Weil en su peregrinación: es a Pitágoras, a Píndaro, a Sófocles y a Platón.
Su trabajo de zahorí es a la vez absurdo y perturbador. Aun siendo una perspicaz helenista, Weil es muy capaz de distorsionar y casi falsear la intención manifiesta y el contexto de las palabras griegas antiguas. Confunde deliberadamente lo poquísimo que conocemos de los cultos mistéricos griegos y los mitos órficos de nuevo nacimiento con los conceptos de bautismo y resurrección del cristianismo. Sus lecturas de Platón son tan selectivas que rozan la parodia. Y sin embargo… Sus intuiciones de una común ansia de luz al otro lado de la razón, pero racionalmente y de algún modo comunicable, sensible al pensamiento y al discurso humanos, no siempre son arbitrarias. Sentía en sus huesos la trama, con frecuencia tenue, subterránea, de metáforas, de simbolismo, de gestos rituales que relacionan la filosofía griega primitiva y posterior, e incluso el paganismo, con el naciente cristianismo. Cuando se trata de ciertos textos trágicos griegos, además, sus comentarios poseen una dolorosa inmediatez. Revive los elementos irresolubles de la contradictoria justicia del matricidio cometido por Orestes. Se identifica, aún más carnal y espiritualmente de como lo hicieron Hegel y Kierkegaard, con la persona y la suerte de la Antígona de Sófocles. También ella sabía del incondicional amor de hermano y hermana. También ella estaba decidida a presentar una resistencia ética y a sacrificarse frente al terror político. Pero, una vez más, no es accidental que su Antígona se muestre con algo más que un toque de Juana de Arco.
La liaison de Weil con el catolicismo romano (las tonalidades eróticas de la palabra están plenamente justificadas) se remonta al menos a 1935-1936. Fue entonces cuando empezó a ir a misa, con asiduidad variable. Su encuentro con el canto gregoriano desencadenó al parecer un episodio de un género místico y revelatorio. En este sentido, el de Weil no es un caso aislado. Otros judíos contemporáneos de naturaleza desarraigada e inquisitiva se sintieron tentados por la solemnidad estética del culto católico y por la elocuencia misma del mensaje católico contenido en el arte y en la civilización europeos. Recordamos la inmersión de Walter Benjamin en lo barroco, el giro hacia Cristo de Karl Kraus y —lo más complejo— el recurso de Proust al mundo de las catedrales y de la pintura cristiana. Rememoramos el papel determinante del catolicismo místico en las sinfonías de Mahler. Conforme se aproximaba la devastación, buena parte de la psique y de la sensibilidad de la élite judía europea parecía buscar refugio. A su manera típica, Simone Weil recorrió un camino más profundo e irregular.
Se familiarizó con la liturgia, con la Biblia Vulgata de san Jerónimo, con el simbolismo y la doctrina de los sacramentos. Encontró un alma gemela en san Agustín (como, en un plano completamente distinto, había hecho Hannah Arendt). Exploró a los tomistas franceses, los pensadores y escritores que en la época estaban renovando el conocimiento católico de la principal fuente filosófica y lógica de la Iglesia, Tomás de Aquino. Estos diversos impulsos alcanzaron una fuerza casi irresistible durante el exilio de Weil en el sur de Francia. Los más conocidos y apreciados de sus escritos son las cartas a Joseph-Marie Perrin, sacerdote dominico casi ciego. Es a él a quien Weil, en un apasionado discutidor talante confesional, brindó lo más íntimo de su ser. Y Perrin parecía destinado a recibir a esta alma atormentada en la paz de la Iglesia. Weil llamó muchas veces a la puerta sólo para retroceder cuando esta se abría con amor. Un atisbo de sombra se interponía entre su fervor, su constante identificación de sus propios sufrimientos físicos con los de Cristo, y el acto del bautismo que ahora aparecía claramente como la resolución más natural.
No dio ese último paso. Vilipendiaba la mundanidad católica y la persecución de herejes tan inspirados como los cátaros. Interpretaba el catolicismo como rotundamente romano, es decir, mancillado por el imperialismo, las esclavizaciones, la pompa autoritaria de aquella antigua civilización que tanto aborrecía. En última instancia, sin embargo, el veto que Weil se imponía a sí misma tenía un origen más sombrío. No podía adherirse a una Iglesia cuyas raíces estaban en la sinagoga.
Thomas Nevin tiene razón, por supuesto. También aquí, lo crucial (una imagen insidiosa) es su negación de sí misma, el repudio de su propio judaísmo. Una cosa repugnante es que declaró ante las autoridades de Vichy que no debía ser excluida del empleo en aplicación de las leyes raciales: ¡ella no era judía! El judaísmo le resultaba inaceptable. Sólo unos cuantos judíos escapaban a su censura, a veces histérica: Amós, el narrador del castigo infligido a Israel; Job; Spinoza, que había sido expulsado de la comunidad. Los documentos relevantes son nauseabundos. Enfrentada con tempranas pero inconfundibles pruebas del Holocausto que se estaba llevando a cabo, se refugió en un silencio hostil, en una «mirada helada». En sus cuadernos reflexiona sobre el peculiar desarraigo y la condición de paria del judío. «La denominada religión judía es una idolatría nacional que ha perdido toda realidad desde la destrucción de la nación», escribió. «Esa es la razón de que un ateo judío sea más ateo que ningún otro. Lo es de una forma menos agresiva, pero más profunda». Con muy pocas excepciones, en gran parte poéticas, «el Antiguo Testamento es una trama de horrores», que proclama a una divinidad tribal sedienta de sangre cuyos rasgos y atributos primitivos están muy cerca de ser los de una Gran Bestia satánica. Weil ataca con uñas y dientes cuanto pudiera parecerle que había dado esperanzas al judaísmo: «Si los hebreos, como pueblo, hubieran llevado a Dios dentro de sí, habrían preferido sufrir la esclavitud infligida por los egipcios —y provocada por sus propias exacciones anteriores— antes que obtener la libertad por medio de la matanza de todos los habitantes del territorio que tenían que ocupar». Esto lo dice en la medianoche de las cámaras de gas.
Sus consiguientes gustos en cuanto a literatura y a tono teológico estaban en concordancia. Era en T. E. Lawrence de Arabia en quien veía el tipo auténtico del heroísmo moderno. Y era con el catolicismo ascético y mendicante, que condenó con la mayor brutalidad el supuesto materialismo y la obstinación del judío, con el que se sentía a sus anchas. Desde Pablo de Tarso hasta hoy, la historia del odio que se profesan los judíos a sí mismos es larga y desconcertante. Es muy posible interpretar el cristianismo y el marxismo como grandes herejías judaicas surgidas de las opacas patologías de un suicida rechazo a uno mismo. El más ingenioso, aunque en cierta medida trastornado, defensor de la inferioridad y la lepra racial judías que ha habido en la polémica moderna, Otto Weininger, era judío. Si la contribución de Simone Weil a esta basura fue un síntoma de alguna negación aún más profunda de la sexualidad y de su propio género, si pone en escena unos elementos de deliberada autohumillación ante lo que consideraba era una vida echada a perder, si trazó el camino a un suicidio lento, es algo que ninguna psicopatología puede explicar adecuadamente. Esa explicación, además, y por los propios imperativos de Weil de integridad filosófica, sería inmaterial.
¿Por qué molestarse, pues? Simplemente porque Simone Weil nos ha dejado un corpus fragmentario pero sustancial de profundizaciones teológicas, filosóficas y políticas singulares en su manera de presionar y de iluminar. La respuesta es tan desconcertante porque una implacable honestidad mezcla lo inspirado con lo patológico. ¿Qué otro, salvo Kierkegaard, habría dado, en el momento de la rendición de Francia ante Hitler, con la frase «éste es un gran día para Indochina», frase en la que una odiosa insensibilidad se equilibra a la perfección con una clarividencia política y humana genial? La caída de la Francia metropolitana fue sin duda una magnífica noticia para los pueblos sometidos que aquélla llevaba tanto tiempo tratando con prepotencia en sus remotas colonias. Para Weil, los «crímenes» del colonialismo guardaban una relación directa, estableciendo una simetría tanto religiosa como política, con la degradación de la metrópolis. Una y otra vez, un aforismo de Weil, una nota al margen a un pasaje clásico o bíblico, llega al centro de un dilema con demasiada frecuencia disimulado por la hipocresía o el tabú. Ella no rehúye la contradicción, lo irresoluble. Creía que la contradicción «experimentada hasta las profundidades de nuestro ser significa desgarro espiritual, significa la Cruz». Sin esa «crucialidad» los debates teológicos y los postulados filosóficos son cotilleo académico. Tomar en serio, existencialmente, la cuestión del significado de la vida y la muerte humanas en un planeta brutalmente tratado y arrasado, indagar el valor o futilidad de la acción política y la planificación social no es meramente arriesgar la salud personal o el consuelo del amor corriente: es poner en peligro la razón misma. Los dos individuos que, en nuestra época, no sólo han enseñado o escrito o generado conceptualmente unos llamamientos filosóficos de primerísima categoría, sino que los han vivido, en el sufrimiento, en el autocastigo, en el rechazo de su judaísmo, son Ludwig Wittgenstein y Simone Weil. En muchísimos aspectos caminaron bajo las mismas sombras iluminadas.
Pero ninguna analogía basta. Weil representa lo que los físicos modernos podrían llamar una «singularidad». Parte de su mejor obra —sobre Descartes, sobre la teoría y praxis del marxismo— forma parte del razonamiento filosófico e intelectual normal. Weil lucha con el misterio del amor de Dios como lo hacen los santos y doctores de la Iglesia y los visionarios de la Edad Media y el Barroco. Sin embargo, dentro del grosor de un cabello, por decirlo así, de su ardiente rectitud analítica, de sus escrúpulos lógicos y de su compasivo cuestionamiento, soplan esos «grandes vientos que vienen de bajo tierra» evocados por Franz Kafka (otro primo en espíritu). Se abre alguna veta de locura.
Los testimonios pacientemente investigados en el inquietante libro de Nevin indican un giro del sentimiento a la vez marcado y profundamente enterrado. En cierto modo, esta «forastera elegida» estaba celosa de Dios, de Su infinito amor, que ella reconocía mentalmente pero no podía aplicar a la imagen que construyó de su propia identidad. Celosa —como tal vez lo estaban santa Teresa de Ávila y san Juan de la Cruz— de los sufrimientos que Dios había soportado en la persona de Su martirizado hijo. Aguas negras. La que tal vez sea la respuesta menos insuficiente nos viene de una lengua a un tiempo desolada y sardónica: del yiddish, que ella desconocía o acaso despreciaba. Simone Weil fue, indudablemente, la primera mujer entre los filósofos. Fue también una trascendental schlemiel*.
2 de marzo de 1992

[*] Perdedor nato (N. del T.)




En George Steiner at «The New Yorker»
George Steiner, 2009
Traducción: María Condor
Prólogo: Robert Boyers
Edición: Robert Boyers

Imagen: George Steiner poses for a photo on January 05, 2005 in Jerusalem, Israel
Original color photo by Lior Mizrahi/Getty Images

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